Cuando era una palomita estudiante de literatura fui a ver Total Eclipse al cine. La película narra el romance entre los poetas franceses Arthur Rimbaud —un jovencito y bello Leonardo Di Caprio— y Paul Verlaine. Como en cualquier película de amor había escenas de cama. O sea, Arthur y Paul tiraban: como usted y como yo y como el mismo Di Caprio en Titanic. Lo verdaderamente interesante de Total Eclipse, que está basada en las cartas y los diarios de ambos poetas, es esa relación —violentamente creativa, creativamente violenta— que cambió sus vidas y sus obras, la brutalidad de enamorarse, que lo que sientes esté prohibido, la belleza que de tan inmensa se hace espantosa, el disfraz —los disfraces— que utilizamos para vivir y, devastador oxímoron, amar tanto que ya casi odias.
Todo un tratado sobre la condición humana y un peliculón que nada más terminé de ver yo porque todos los espectadores ante las escenas de sexo entre los protagonistas se iban saliendo poco a poco haciendo ruidos —ya saben: pfff, bffff, prrrr, agggg— y hablando de impudicia, inmoralidad, porquería, asco, basura, mariconada, vergüenza, horror, cómo permiten, que me devuelvan la plata, voy a denunciar, ¡con Lucio no pasaba esto!, ¡que alguien piense en los niños! Etcétera. Ya saben, los juicios contra lo que se considera pornográfico, sacrílego, indecente se arman en nuestro particular Salem con todo el alboroto posible: gallináceamente. Cacareo que se repite: caca caca caca caca.
Como siempre he transitado por la vía contraria a lo que ellos —inserte aquí cualquiera de las instituciones del país— llaman arte y cultura, he sido testigo de infinidad de chiflidos, insultos por lo bajito, abucheos y abandonos de sala llenos de una indignación teatral —aleteo de bufanda imaginaria recolocada sobre los hombros—
El escapismo moralista es una de las formas favoritas de ejercer la crítica en nuestro país: si no me gusta me largo porque yo soy decente y tú no. La censura se ejerce con las puertas. Ahora sí que cabe un pffff del tamaño del mundo. Las artes, si siguieran los preceptos de lo políticamente correcto, serían puros poemas de Gustavo Adolfo Bécquer y trípticos con la Virgen bien cubierta y niños jesuses bien gorditos y rosados.
Leo en este periódico, por ejemplo, sobre la visita de la escritora peruana Gabriela Wiener a la última edición de la Feria del Libro de Guayaquil: «Algunos asistentes a esta charla se marcharon, quizás ofendidos por los relatos sexuales de Wiener, como los que recogió en un libro de historias sobre un lugar de intercambio de parejas que nunca publicó. Unos se fueron silenciosos y cautos, otros salieron bruscamente de aquel salón, uno de los espacios destinados para presentaciones de libros y charlas (…). Desde afuera tocan las ventanas, se escuchan risas y se ven las siluetas de las personas que toman fotos con un flash intenso. A pesar del permanente ruido, Gabriela Wiener no deja de hablar entusiasmada (…). Algunos escuchas se preguntan qué pasa afuera, se miran entre sí, se incomodan y, sin embargo, se mantienen atentos a la forma como Wiener se aproxima a su memoria y, con ello, destapa su propia vida».
«¿Tocan las ventanas?». «¿Se escuchan risas?». Dios mío.
El ofendido, la ofendida, ese personaje patrio que se escandaliza y se tapa los pechos como una señorita de los años cuarenta pillada en pelotas, volvió a hacer de las suyas en la FIL: me imagino con bochorno ese ponerse de pie tan grosero, ese salir tirando la puerta, ese mascullar conjuros contra la impudicia de la Wiener (¡Con Lucio no pasaba esto! ¡Que alguien piense en los niños!). Qué vergüenza. Imagino también los comentarios en los pasillos, el desacreditarla, poner la cara con la que un actor sobreactuado representaría a alguien impactado, taparse la boca con la punta de los dedos y decir bajito pero alto lo muy enferma que está Gabriela por hablar de sexo sin tapujos, por vivir lejos de la santísima trinidad, por ser, en fin, una mujer y no una damita. Menos mal que Gabriela Wiener tiene sobre su piel una impermeabilización muy eficiente contra las pendejadas y contra el cacareo pueblerino.
El verdadero problema de que nuestros críticos abandonen cines, teatros, salas porque piensen que lo que están viendo es caca no es que se salgan porque, a fin de cuentas, ¿quién soy yo para criticar a alguien por abandonar un sitio en el que está pasando algo que no le hace sentir cómodo? Es su derecho como espectador: sálgase, amigo crítico moralista, pero no moleste a los demás. El problema, digo, es que sentencien que aquello es una basura.
Quiero decir, lo malo no es que alguien que se siente ofendido —irrespetadas sus creencias o su heterosexualidad o su fe o su concepto de lo bello— decida abandonar un sitio, sino que piense que aquello debería estar censurado para todos, por siempre, desaparecer.
El verdadero problema es lo cerca que está el juicio de valor de la violencia.
Al grito de ¡qué horror! hemos visto censurar, suprimir, quitar de cartelera, cancelar, desacreditar y trasladar un montón de propuestas artísticas como si ni estuviéramos en el siglo XXI sino en, quién sabe, el oscurantismo o en el futuro horrible de 1984. La gente que intentó, según la crónica de EL TELÉGRAFO, boicotear la charla de Gabriela Wiener en lugar de escuchar por qué ella hace lo que hace y vive como vive está entre nosotros con su moralidómetro bien enhiesto dirigido a todos nosotros y su fuerza, por supuesto, radica en la reacción política: se cierra, se censura, se persigue. De otro modo, esa gente escandalizada sería una caricatura que cacarea: caca caca caca. Nos daría hasta risa.